lunes, 10 de noviembre de 2008

Crítica a mi generación

Con razón soy adolescente. Adolecer es el adjetivo que mejor me califica cuando realizo un análisis profundo de la sociedad argentina contemporánea, y más precisamente de mi generación. Mi generación, se gestó junto con la vuelta de la democracia, creció con el neoliberalismo arrasador de las esperanzas, y se desarrolló con esta corriente violenta e inexplicable que son los últimos años de la primera década del siglo XXI.
Según dicen es la época de oro, la era de la información, de las libertades, pero no del todo libre ni informada, según parece. Vivimos en democracia; existe la libertad de expresión; tenemos un amplísimo acceso a la información; podemos acceder a bibliotecas públicas, así mismo universidades; podemos decir que es en este contexto es posible la libertad.
Sin embargo, en muchas ocasiones, los actores sociales que intervienen parecen no interesarse por este tan preciado derecho. Quizás, muchos lo hagan por ignorancia, otros porque no sufrieron su carencia, o en binomio.
Mi generación desprecia la política, reniega de la economía y parece tener ideales meramente superficiales, aunque el común no conoce a fondo ninguno de los tres conceptos. Sueño con esa época de oro, cuando los jóvenes salían por las calles en un verdadero acto de rebeldía, mostrando banderas que exigían algo nuevo, un verdadero cambio, un cambio que no sabían bien en qué consistía, pero que debía cambiar el sistema vigente. Hoy añoro esa época, donde ser joven era una suerte de categoría social caracterizada por las ansias de cambio, de acción, de pacificación, de preocupación social. A mi generación no le importa cómo resistió Viet Nam una dominación extranjera, ni los desplazados africanos, ni los presos políticos ni los ataques terroristas en Oriente Medio. Estas demostraciones de dolor no significan nada para esta sociedad.
No voy a olvidar cuando mi padre, es un acto de admirable deseo de apaciguar la angustia que me produce el asunto me dijo: “Ya nadie quiere hacer la revolución cubana, hoy todos quieren triunfar en Wall Street”. Este parecería ser el único ideal que tiene mi generación, el propio progreso personal, aunque eso signifique un retroceso colectivo.
Pero, ¿no es acaso el hombre un ser social?, ¿no está en su naturaleza convivir con otros, compartir, solidarizarse con sus pares, buscar el bien común? Sin duda; así lo declaran los filósofos contractualitas, con quien esta humilde escritora se encuentra de acuerdo.
Sin embargo, muy seguramente la sociedad mundial haya cambiado desde que Jean-Jacques Rousseau describía al hombre a mediados del siglo XVIII, ¿pero fue el cambio tan abrupto como para desnaturalizar a un ser tan puro como el hombre?
Los jóvenes se encuentran inmersos en una ola de evasión realmente alarmante, caracterizada entre otros factores por la despreocupación, los adultos no dan espacio a la reflexión, los gobernantes desean seguir exacerbando la situación, lo que a mi en tender generaría un rápido círculo vicioso que se encuentra gestándose desde hace mucho tiempo.
Dicen que durante los gobiernos de Frondizi e Illia fue el mejor momento para la juventud: las universidades, la igualdad de género, el auge de las revistas políticas, la literatura latinoamericana, el Instituto Di Tella, jóvenes consumidores de alta cultura, y más. Allí surgió la necesidad de una contracultura argentina. Un grupo social que repudie algunos caracteres de su sociedad, que tenga conciencia de poder cambiar lo instituido, de que politización suene correcto, que la democracia siga siendo un valor inalienable, de que no se pierdan las libertades básicas, de preocuparse y ocuparse por la realidad social y política argentina de la época.
¿Qué más nos hace falta para el surgimiento de una contracultura actual? ¿Es que acaso se deben perder todas las libertades para comenzar a valorarlas?


Guillermina Luque Wickham
Junio de 2008.